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Paul BrombergUna explicación convincente y una defensa argumentada de las localidades como unidades de gestión en una megalópolis como es hoy Bogotá, con recomendaciones realistas y autorizadas por la experiencia de un ex alcalde y un estudioso cercano de la descentralización dentro de la ciudad [1]. Tomado de Razón Pública Por Paul Bromberg*

De criaturas y engendros

Este subtítulo contrasta mi punto de vista con el consignado por Alberto Maldonado en su artículo en esta misma revista de julio 3 de 2011: El engendro de la descentralización en Bogotá…
Maldonado cita una acepción que el Diccionario de la Real Academia Española trae para engendro: “Plan, designio u obra intelectual mal concebidos”. Yo afirmo que esta segunda acepción deriva de la primera: “Criatura informe que nace sin la proporción debida”. Todos los seres humanos son perfectibles (menos Shakira, quien no necesita nada para serlo), pero no son engendros. Son criaturas, con sus características propias…


Si bien la lista de grandes ciudades en el mundo ubica a Bogotá en el número 30 por número de habitantes, la capital debería ocupar un lugar más alto en una clasificación por tamaño de la jurisdicción de gobierno. La seguirían superando Sao Paulo, con casi 11 millones y Ciudad de México, el DF, con algo más de 8 millones, pero no Buenos Aires ni Lima.
Gobernar una jurisdicción de estas dimensiones requiere atender en forma coordinada tres niveles: el regional, la ciudad en su conjunto y el vecinal. El primero es uno de los problemas mayúsculos del diseño institucional actual, en todo el mundo. Respecto del segundo y el tercero, la solución, se diría, es subdividir el territorio en unidades menores y poner al frente de éstas a algunos agentes que rindan cuentas a las instituciones centrales. Mirado así, no sería más que un diseño para resolver un problema administrativo.


De anexiones y subdivisiones
Pero a esto hay que ponerle historia, y además los colombogotanos le agregamos nuestra fecunda imaginación política. Gustavo Rojas Pinilla, “mi abuelo” —como se oyó a menudo en años recientes de ingrata recordación— anexionó en 1954 seis municipios a la vieja Bogotá suplantando al Congreso, que llevaba años cerrado: Usaquén, Engativá, Suba, Fontibón, Bosa y Usme. Se estableció un régimen especial de gobierno para la nueva criatura (¿o engendro?): el “Distrito Especial”. Desaparecieron seis gentilicios… ya nadie más nacería en Usaquén según su registro civil.


En desarrollo de este nuevo régimen, el Alcalde Mayor de la ciudad –nombrado por el Presidente– designaba a su vez a un Inspector de Policía con el título de Alcalde Menor en cada una de los antiguos municipios, figura que sustituyó la del antiguo alcalde municipal nombrado por el gobernador. Los concejos municipales desaparecieron, obviamente.
Los deudos y dolientes de este “genocidio municipal” (al que alude Jaime Castro), los políticos, asimilaron su tristeza y encontraron otros espacios para sus vitales necesidades de representar.


Por otro lado, la dinámica de la vida urbana dio origen a una ciudad mucho más moderna, donde la identidad basada en el sitio en donde se vive (muy distinto del vínculo de sangre y terruño de las comunidades premodernas, siempre presentes en la imaginación de nuestros postmodernos premodernos) es reemplazada por la soledad del urbanita moderno, mitigada por las mil sorpresas diarias que lo distraen y los múltiples espacios en los que pugna por obtener reconocimiento e identidad [2].


La fusión facilitó un proceso que ya venía dándose: el llenado del suroriente de la sabana siguiendo el recorrido de la provisión de agua potable a través de la Empresa de Acueducto de Bogotá. Entre los años 1960 y 1985 la zona en mención se volvió un continuo urbano, mientras los nombres y las plazas centrales de esos municipios fueron quedando como vestigios. El tamaño de las subdivisiones, inicialmente las fronteras municipales, se fue reduciendo al crearse nuevas zonas por subdivisión de las existentes.


De la Constitución y el Estatuto Orgánico
Cuando a Bogotá la sorprendió la borrachera democrática de la Constitución de 1991, tenía 19 zonas, 6 de las cuales conservaban el nombre de lo que ya no eran. La Constitución les dio a estas criaturas (¿engendros?) el nuevo nombre genérico de localidades, y estableció los lineamientos generales de un régimen semi-municipal que fue reglamentado al año siguiente por la primera ley del nuevo orden constitucional.


En 1992 se eligieron por primera vez las Juntas Administradoras Locales (JAL) de esas pequeñas republiquitas. El régimen no sobrevivió a su primer período, pues la Ley 1ª fue derogada por el Decreto Ley 1421 de 1993, redactado por Jaime Castro, su promotor en la Constituyente y en el trámite de la Ley 1ª, ya Alcalde Mayor en ejercicio en ese momento.
Mientras según Maldonado este reversazo fue lo que convirtió la criatura en un engendro, en mi concepto el paso hacia atrás la fortaleció, porque la puso en su real dimensión. Tres cambios muy importantes, que parecen sutiles y de ninguna manera lo son:


1.    Los alcaldes locales pasaron de tener períodos fijos a ser de libre remoción por parte del Alcalde Mayor [3]. Durante la vigencia de la Ley 1ª se había vuelto imposible coordinar acciones con ellos, pues después de ser designados los alcaldes locales jamás volvían.
2.    Estaba consignado en la Ley 1ª que en el primer año se transferirían a las localidades el equivalente al 10 por ciento de los ingresos corrientes de la ciudad, y de ahí, automáticamente, se subiría un 2 por ciento anual hasta llegar al 20 por ciento. Como la inmensa mayoría del presupuesto del Distrito Capital es inflexible, el voto programático establecido en la Constitución se convertiría en un saludo a la bandera, y las instituciones locales, menos legítimas y visibles, se quedarían con todo el presupuesto flexible. En el DL 1421 se suprimió el automatismo.
3.    Las JAL tenían la atribución de citar a los directivos de todas las entidades distritales. ¿Cuánto le cuesta a la ciudad no tener gobierno, con sus directivos en carreras entre 20 parlamenticos locales, hasta que aflojaran alguna partida? Esta facultad se retiró en buena hora.


El régimen de ahí en adelante ha permanecido estacionario, con algunas modificaciones poco sustanciales en general. Muchos discursos, muchas promesas, muchos adjetivos, mucho patinaje.

 

De la descentralización y la democratización

La democracia es un régimen supuestamente funcional a dos objetivos:
•    Producir buen gobierno: en aras de la brevedad, diré que hay buen gobierno cuando las acciones del aparato de Estado son percibidas por un espectro amplio de la sociedad como eficaces, eficientes, legítimas y sostenibles. Los mecanismos de responsabilidad hacia el elector, según el supuesto básico del régimen democrático, constreñirían a las autoridades públicas elegidas para actuar en beneficio de las mayorías, bajo un denominador ético ampliamente compartido.
•    Domesticar latosos: hay un porcentaje bajo de la población (menos del 3 por ciento, invento), que se desvive por hacer el bien a los demás, o por obtener su reconocimiento [4]. Es el denominador común de los políticos, entre los cuales hay un espectro amplio de personalidades y opciones: desde Alfonso Cano, que decía estar dispuesto a morir por el pueblo y de paso llevarse a cualquiera en su empeño altruista, hasta el líder de acción comunal que siente una inclinación a organizar a su comunidad para mejorar colectivamente sus condiciones de vida, pasando por algunos expresidentes que no nos dejan en paz. La democracia es un útil canal de desfogue para estas inquietudes.


Desde el punto de vista de la democratización, la descentralización bogotana ha sido muy exitosa: sí contiene una distribución real del poder de decisión hacia unos espacios de la estructura del aparato de Estado cuyo acceso está realmente disponible para muchos ciudadanos.


El empleo del término “descentralización” también es adecuado porque, en efecto, el juego político está asociado con una responsabilidad ante electores definidos por pertenencia territorial [5].


De cómo se torció el proceso
Como era de esperar, las instituciones fueron más interesantes que el propio juego que desataron, algo así como lo que sucede entre “el juego del fútbol” en abstracto y el espectáculo concreto que nos brindan desde hace muchos años los equipos bogotanos. Veamos…


El gran damnificado de la descentralización territorial en Bogotá fue el Concejo. Muchos de sus integrantes ganaban elecciones atendiendo precariamente a grupos de electores barriales, dirigiendo hacia ellos el aparato de gestión de la administración central. Pero la descentralización-democratización transfirió esa competencia a los ediles [6], mediante el presupuesto de inversión local. Por eso el Concejo no tuvo dificultad en expedir un proyecto de su propia iniciativa, el Acuerdo 13 de 2000, que restaba poder a los ediles declarando eso sí promover las bondades de la participación [7].
Por otro lado, la descentralización también tenía la virtud de descargar de micro-responsabilidades directas a las entidades de la administración central del Distrito Capital. En 1995, Bogotá tenía una administración central diseñada para ir a los barrios; la descentralización le permitiría concentrarse en las retadoras tareas de la organización macro de la ciudad, que arrastraban un atraso mayúsculo.


Durante algunos años cupo pensar que, aún con dificultades, esta separación de competencias, junto con sus circuitos de responsabilidad política asociados, funcionarían bien. Pero el proceso se detuvo con el regreso del clientelismo (modelo Roberto Carlos: yo quiero tener un millón de amigos, y así hacernos un millón de favores entre nosotros) como forma universalmente empleada y aceptada para tratar lo público.


Hoy en día las entidades centrales se volvieron a llenar de programas puntuales que distribuyen por los barrios, mientras las alcaldías locales acaban comprometidas en ejecutar un presupuesto asociado con un plan de desarrollo local cuyas metas no se fijan mediante una estimación de las condiciones sociales a alcanzar, sino mediante la ejecución de acciones.


De cómo establecer el buen gobierno
Daño grande le ha hecho la grandilocuencia al proceso de descentralización. Es la forma bogotana de globalización: con declaraciones hermosas inflamos unos globos que nos elevan hacia la luna.
La comunidad política local no puede pensarse como si fuera un municipio: no se sabe quién “es de una localidad”, si el que nace, el que vive, el que duerme, el que se divierte, el que estudia, el que trabaja, el que tiene su negocio allí, el/la que visita a su novio/novia (en cualquier orden).


No hay más que una definición operacional: vota en la localidad quien se registra en una mesa para votar allí. Las localidades no son, ni pueden ser, más que territorios delimitados por fronteras bastante arbitrarias, diseñadas como solución administrativa para agrupar la atención de problemas de dimensión vecinal, con el fin de aumentar la eficacia, la eficiencia, la legitimidad y la sostenibilidad de la atención.


Dije: “no es más que esto”, pero advierto que está mal dicho: ¡Es todoesto! Lo que está sucediendo en Bogotá es que los tropiezos de estas instituciones locales, abrumadas por las consecuencias de la grandilocuencia y los delirios, han conducido a perder paulatinamente el dominio mínimo sobre lo que ocurre en el territorio, lo que se refleja en problemas de convivencia que van mucho más allá de que lo que muestran las cifras gruesas. Difícil recuperar este control de manera estable sin unas instituciones adecuadas para el gobierno vecinal.


La tarea es evidente y urgente: hay que modificar las condiciones que impiden tener un buen gobierno de cercanía en Bogotá, entre las cuales señalo las siguientes:


1.    Algunas localidades tienen una población tan numerosa como dos Pereiras. Unas instituciones diseñadas para hacer gobierno vecinal, frente a estos tamaños, no van a ningún pereira. La tarea es redefinir las fronteras artificiales de las localidades, que se establecieron al inicio del proceso de manera provisional, y quedaron congeladas. La meta posible es agruparlas y redistribuirlas en unas 30 a 35 localidades de población parecida, de manera que sea posible el gobierno de vecindad. Esto también significa mejorar la planta permanente de funcionarios de las alcaldías locales.
2.    Se ha creído que “fortalecer las localidades” es aumentar de manera permanente las competencias de sus alcaldías locales, o los rubros en los cuales pueden invertirse las transferencias que le giran desde el nivel central. Fortalecerlas es todo lo contrario: definir las pocas competencias en las cuales se espera que pueda actuarse con eficacia, todo en el marco de las normas constitucionales y legales vigentes.
3.    Las alcaldías locales tienen un problema administrativo mayúsculo: han terminado ejerciendo funciones a través de un presupuesto de inversión. Debido a que aumentar el presupuesto de funcionamiento chocará con la “ley de hierro oxidado 617”, pueden modificarse los protocolos de los proyectos de inversión para que haya mejoramiento continuo en el ejercicio de lo que en realidad son funciones.


Estos son cambios que pueden hacerse sin el embeleco de ir al Congreso a convertir el tal engendro en una simple criatura. Corremos el riesgo de llevar al Congreso una criatura, y salir de allí con un engendro… Es la especialidad de los Congresos, en todo el mundo.


* Profesor e investigador - Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 


Fuente: Por Paul Bromberg. Descentralización: Bogotá con indiferencia. En: Razón Pública. [En línea]. [Consultado  noviembre 7 de  2011]. Disponible en: http://razonpublica.com/index.php/regiones-temas-31/2527-descentralizacion-bogota-con-indiferencia.html

 

 

 

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