Estas cifras, presentadas con entusiasmo en discursos y titulares, se han vuelto el recurso predilecto para validar estrategias de seguridad y justificar el gasto público. Sin embargo, cuando se examinan a fondo, estos porcentajes suelen desvanecerse y, en ocasiones, rozan lo absurdo.
La estadística, que debería ser una herramienta para comprender y transformar la realidad, pierde todo su valor cuando se utiliza para respaldar supuestos que distorsionan los hechos. No es válido —ni ético— sustentar el éxito de una política en lo que “pudo haber pasado”. Afirmar que una estrategia evitó miles de delitos que “habrían ocurrido” sin ella es una falacia: lo que no sucedió no puede medirse ni verificarse. Esta manipulación no solo engaña a la ciudadanía, sino que desvía la atención de los problemas estructurales que persisten en nuestras comunidades.
Reducir los homicidios a la mitad en un municipio donde la violencia sigue siendo una constante no es un triunfo, sino un paliativo insuficiente. Celebrar la disminución de hurtos mientras los ciudadanos temen caminar por las calles al anochecer evidencia una desconexión alarmante con la realidad. Y cuando se habla de menos accidentes mortales en las vías, rara vez se menciona si las políticas han abordado las causas de fondo: el mal estado de las carreteras, la falta de educación vial o la regulación deficiente del transporte.
Estas “victorias” estadísticas suelen ser efímeras y descontextualizadas. Aumentar la presencia policial en un sector puede reducir temporalmente los delitos, pero si no se invierte en educación, empleo, infraestructura y cohesión social, el crimen simplemente se traslada a otro lugar. Este enfoque cortoplacista, centrado en cifras para la opinión, perpetúa la mediocridad en la gestión pública. Las autoridades parecen conformarse con comparar la realidad actual con un pasado igual de problemático, o con un futuro imaginario donde todo sería peor. Esta práctica no solo es engañosa, sino que subestima la inteligencia de la ciudadanía, que vive a diario las consecuencias de políticas que no atacan las raíces de los problemas.
En muchas ciudades colombianas, la reducción de homicidios se celebra sin mencionar que los índices de violencia intrafamiliar o extorsión pueden estar en aumento. Los hurtos pueden disminuir en un sector, pero los robos a mano armada en barrios periféricos siguen siendo una amenaza constante. En el caso de los accidentes de tránsito, las cifras de muertes pueden bajar, pero los incidentes no mortales o las lesiones graves a menudo no se reportan con la misma diligencia, dejando una imagen incompleta de la seguridad vial. Estas estadísticas selectivas, presentadas sin contexto, son más herramientas de propaganda que de análisis.
Es hora de que las autoridades dejen de comparar la realidad con escenarios hipotéticos o con un pasado que no refleja los desafíos actuales. La estadística debe ser un instrumento para iluminar la verdad, no para ocultar las fallas. Los colombianos merecemos políticas públicas basadas en diagnósticos profundos, datos reales y una visión de largo plazo. Necesitamos líderes que no se conformen con reducir porcentajes, sino que trabajen por transformar realidades: calles seguras donde los niños puedan jugar, barrios donde las familias no vivan con miedo y carreteras donde la imprudencia no sea una sentencia de muerte.
La gestión pública debe priorizar soluciones integrales: invertir en educación para prevenir el crimen, mejorar la infraestructura urbana y rural, y fomentar una cultura de respeto y responsabilidad. Y la ciudadanía debe exigir transparencia en el uso de las estadísticas. No basta con presentar números: hay que explicar cómo se obtuvieron, qué factores influyeron y qué aspectos no se están midiendo. La confianza en las instituciones se fortalece cuando los datos son claros, verificables y acompañados de acciones concretas.
Mientras las autoridades sigan celebrando logros mediocres basados en supuestos engañosos, seguiremos atrapados en un ciclo de inseguridad y desconfianza. Es hora de construir un futuro digno, donde los números no sean una cortina de humo, sino una herramienta para el verdadero progreso de Colombia.