Con una trayectoria amplia en temas centrados en urbanización, economía urbana y gobernanza. Trejo presentó una lectura panorámica sobre la relación entre forma urbana, productividad y bienestar en América Latina, con especial atención a la experiencia colombiana y mexicana. Su propuesta intelectual pone en evidencia el rompimiento del vínculo virtuoso entre urbanización y desarrollo. Ahora, lo que importa no es urbanizar más, sino urbanizar mejor.
La conferencia abrió con una invitación a mirar el largo plazo histórico para luego ubicar el presente latinoamericano con la distancia crítica necesaria. Trejo retrocede a los relatos de origen de la ciudad (desde Uruk) para subrayar que lo urbano no es sólo densidad o trazado: es, ante todo, organización económica e institucional. Ese recordatorio evita que la discusión actual caiga en el fetichismo de la obra física y recoloca la política pública en su sitio: las ciudades son un entramado de mercados, interacciones sociales, instituciones, cultura e incentivos que canalizan los flujos de personas, bienes, información y recursos.
Desde ese punto de partida, Trejo distingue dos grandes oleadas de urbanización. La primera, asociada a la Revolución Industrial, en la que la ciudad fue condición y resultado del despegue productivo concentrado en la manufacturera, mercados de trabajo densos, infraestructura creciente y especialización espacial. La segunda, ya en el siglo XX, se dio en países de ingresos medios y bajos, particularmente en América Latina, con altas tasas de urbanización que cambiaron el perfil demográfico y territorial en pocas décadas. Sin embargo, a diferencia del patrón europeo, la región vivió una urbanización con industrialización más errática, impulsada por el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones generando un marcado sesgo urbano en la asignación de recursos nacionales.
Por lo mismo, ahora la concepción de “ciudad = progreso” empieza a fisurarse. Asistimos a procesos de sobre-urbanización y, en muchos casos, de urbanización sin crecimiento. Es decir, ciudades que amplían su perímetro y densidad, pero sin traducir esa escala en incrementos sostenidos de ingreso, innovación o bienestar. La explicación no descansa en una crítica moral a la expansión, sino en el análisis de cómo crecemos, la expansión periférica de baja calidad, segregación espacial que limita oportunidades, déficit de transporte masivo e intermodal, y oferta de vivienda mal localizada que empuja a los hogares a largos desplazamientos cotidianos.
En este escenario es donde tienen que relacionarse la dimensión urbana y económica, cuando las economías de aglomeración (ahorros de costos, derrames de conocimiento, mercados laborales profundos) quedan neutralizadas por costos de fricción (tiempos de viaje, congestión, informalidad de los suelos), la ciudad pierde su diferencial competitivo y su promesa de movilidad social.
Con ese telón de fondo, la profesora conduce el foco hacia América Latina y, de manera natural, hacia Colombia. Nuestro país completó en pocas décadas una transición urbana que a Europa le tomó más de un siglo. Pero la velocidad del tránsito no garantizó calidad. El rasgo dominante ha sido una periferización de bajos ingresos: crecemos hacia afuera, mientras el empleo de mayor valor y los servicios de alto nivel permanecen centralizados.
La consecuencia es aritmética antes que ideológica, si la vivienda está lejos del trabajo, y el transporte masivo no ofrece una alternativa efectiva y asequible, la jornada laboral se empobrece por la vía del tiempo perdido; si la densidad se dispersa sin soporte de centralidades múltiples, los servicios públicos encarecen su provisión y el capital privado se concentra en enclaves de alta renta. Lo urbano, que debía abaratar y acercar, termina encareciendo y alejando.
Con este diagnóstico, se puede corregir una confusión habitual. Construir más no equivale a desarrollar mejor. La cadena de valor de la construcción, desde luego, activa el empleo y el Producto Interno Bruto en el corto plazo; pero la sostenibilidad de esos encadenamientos depende de la localización, de la conectividad y del tejido socioeconómico que la obra habilita. Vivienda social en periferias desconectadas puede reportar indicadores transitorios de actividad, pero también sembrar costos futuros en forma de congestión, abandono, deterioro de activos y pérdida de productividad urbana. La lección no es detener la construcción, sino reordenar sus incentivos, priorizar proyectos que reduzcan distancias efectivas, que mezclen usos, estratos, habilitando centros de educación, salud y empleo, y que anclen el crecimiento en redes de transporte colectivo.
En este orden de ideas, si la equivalencia entre ciudad y desarrollo ya no se sostiene, entonces el criterio rector debe ser cambiar el cómo antes que el cuánto. Cambiar el cómo es ordenar secuencias (planificar primero, construir después), alinear incentivos y redefinir el éxito urbano no por la superficie extendida ni por el número de licencias, sino por la reducción de distancias vitales y la diversificación de oportunidades. Cambiar el cómo también implica considerar la necesidad de coordinarse a escala metropolitana, sobre todo en términos de movilidad y sostenibilidad alimentaria; además, que el sector privado planifique bajo reglas previsibles y contribuya a los costos que su propia rentabilidad genera; así mismo, que la academia y los centros de pensamiento (como el IEU) provean los instrumentos analíticos y las métricas públicas para que la conversación deje huella en decisiones.
La óptica para Colombia no es una excepción triste sino un terreno fértil para el aprendizaje institucional. Bogotá y su región metropolitana ofrecen un laboratorio donde se cruzan expansión acelerada, esfuerzos de transporte masivo, tentativas de integración regional y debates sobre vivienda bien localizada. La clase de Alejandra Trejo Nieto, ofrecida en el marco del Simposio del IEU, está completamente habilitada para pensarse una mejor Bogotá, con un horizonte colectivo, consultivo y coherente con las necesidades y las limitaciones ambientales. Es importante resaltar que la premisa no es un alegato contra el crecimiento urbano, sino una defensa del buen crecimiento, uno que ordena, acerca, mezcla, integra y mide.
El buen crecimiento es el que asume que la ciudad es demasiado importante para reducirla a perímetros y ladrillos, y que pone en el centro las vidas que la hacen posible. Porque, al final, una ciudad vale por lo que permite a su gente hacer, aprender y conectar, no por el tamaño de su mancha urbana. Esa es la vara con la que, sugiere Trejo, debemos juzgar nuestras decisiones colectivas. Y de esa vara dependen, no solo la calidad del debate público, sino la calidad de futuro que nuestras metrópolis pueden garantizar.