El 24 de febrero de 2023 se cumplirá un año de la entrada de tropas de combate rusas sobre territorio de Ucrania, en el marco de una guerra abierta y directa, como no se la esperaba la opinión pública europea, sobre todo la de los países occidentales, y menos aún la opinión pública mundial.
El plan inicial de guerra ruso estaba cifrado en una guerra relámpago que llevara a la caída del gobierno de Kiev, encabezado por Volodímir Zelenski, a la vez que tomaba el control de la mayor parte del territorio, contando para ello con la rendición de los militares ucranianos y el rápido copamiento de las unidades que siguieran combatiendo, que según algunas estimaciones rusas serían pocas, separadas y sin posibilidades de apoyo, tal como había sucedido durante la toma de Crimea en 2014, antecedente bélico y político clave para la “operación militar especial” de 2022, según la denominó Vladímir Putin.
Dado que la guerra en sí misma era un crimen de agresión en el contexto del derecho internacional, ya que era una agresión sin justificación contra un Estado nación soberano, reconocido por la comunidad internacional en pleno desde su independencia en 1991, esta se justificó desde un discurso presidencial basado en tres elementos: primero, acusar al Gobierno de Kiev de ser un régimen nazi, lo que obligaba a Rusia moralmente a ejecutar un proceso de desnazificación.
Segundo, negar que Ucrania y los ucranianos fueran una nación independiente de los rusos, y que incluso tuvieran la suficiente capacidad y legitimidad política para tener un Estado independiente. Y tercero, que Ucrania se había convertido, palabras más palabras menos, en una ficha clave de la OTAN, y por lo tanto era el punto de avanzada para encerrar a Rusia en su propio territorio, obligándola a actuar militarmente.
Estos puntos se han complementado con discursos que apuntan a la necesaria reconstrucción de la grandeza histórica de Rusia –léase su imperio– y su necesario reposicionamiento, recuperando no solo su importancia en el periodo soviético sino también en el imperial clásico, y de ahí la importancia que Putin le ha concedido a figuras históricas como el emperador Pedro el Grande (1672-1725), a los acontecimientos mitificados sobre la conformación de las Rus en el siglo X, e incluso –de forma mucho más polémica aún– la rehabilitación que ha dado a Iósif Stalin, el dictador soviético.
Como lo señaló el politólogo e historiador estadounidense Charles Tilly, Rusia acudía al viejo método de conformarse y mantenerse en pie: usar la vía intensa en coerción para construir su imperio, haciendo la guerra como la forma más eficiente para evitar perder territorios, crear una esfera de seguridad incontestada y erigirse como una potencia militar evidente. Para ello, Putin y la elite del Kremlin confiaban en que las más de 25 guerras que la Federación Rusa ha luchado desde 1991 habían dejado un ejército moderno, que contaba además con el soporte de un complejo industrial militar actualizado y competitivo, apoyado en desarrollos científicos y tecnológicos recientes. Los trabajos históricos de Orlando Figes, Robert Service y Richard Pipes, entre otros historiadores, parecen corroborar esta tendencia histórico-política indicada por Tilly.
Ucrania
Sin embargo el desarrollo de la guerra fue teniendo resultados inesperados, tales como que los militares ucranianos no solo no se rindieron, sino que han estado dispuestos a mantener la posición de combate desde el inicio de las hostilidades, repelieron cada vez que pudieron a las tropas invasoras, y en el momento adecuado tomaron la iniciativa, ejecutando contraataques exitosos, recuperando territorios y dejando al descubierto los brutales crímenes contra la humanidad cometidos por las tropas rusas en diversos lugares ocupados, como Bucha e Irpin.
Además, el presidente Zelenski, un abogado judío descendiente de víctimas del Holocausto, no huyó del país, como sí lo hizo un año antes Ashraf Ghani ante la llegada de los talibán a Kabul. Zelenski convirtió su presencia en el principio articulador de la resistencia, a la vez que le daba la cara a una nación que luchaba contra el invasor, y convertía la guerra en una de liberación nacional, en plena Europa del siglo XXI.
Desde el comienzo de la guerra las tropas rusas han designado grupos de combate especiales para asesinar a Zelenski, empleando fuerzas especiales, unidades de combate chechenas, e incluso mercenarios. Zelenski entonces pasó a convertirse en uno de los políticos más conocidos de Europa y del mundo, que supo aprovechar su posición para buscar la ayuda occidental necesaria para su ejército, y para su país.
La resistencia de Ucrania tuvo otro componente clave inesperado, desde la perspectiva de la acciones emprendidas en Crimea durante 2014: en esta ocasión los principales Estados occidentales, enmarcados en el contexto de la OTAN, decidieron actuar, apoyar tanto política como diplomática y militarmente a Kiev y sus fuerzas armadas, lo que les dio la posibilidad de organizar acciones militares sostenibles, con capacidad para perseguir en caliente al enemigo y sacarlo de zonas que había tomado desde el inicio de la invasión.
En principio la reacción de la OTAN estuvo marcada por el asombro de ver la aparición de una guerra real sobre suelo europeo, que obligaba a poner en marcha la doctrina de la organización, que era la defensa de Europa contra Rusia, y que le daba el sentido del que había carecido unos años antes. El presidente francés Emmanuel Macron, en una frase que ya ha hecho carrera, declaró que la OTAN sufría de “muerte cerebral”. La guerra ha adquirido un perfil geopolítico tan dramático, que llevó a que Suecia y Finlandia rompieran su política de neutralidad forjada desde los primeros momentos de posguerra, y solicitaran su ingreso en la OTAN.
En este contexto, según diferentes historiadores militares como sir Antony Beevor, la guerra se lucha en escenarios propios de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, destacándose las largas trincheras, la destrucción adrede de ciudades por parte del invasor, las atrocidades cometidas contra civiles, el bombardeo contra zonas residenciales y de actividades no militares, deportación de población por parte de las fuerzas rusas en las zonas ocupadas, e imposición de instituciones de ocupación, tales como gobierno, educación, servicios de salud, y obviamente fuerzas de policía y unidades de inteligencia. Una de las semejanzas más dramáticas es la similitud de algunas batallas con las luchadas durante la Segunda Guerra Mundial, o el hecho de que sea la primera vez desde ese tremendo acontecimiento bélico que se realizan operaciones fluviales combinadas u operaciones de armas combinadas, como viene aconteciendo en diversos sectores del río Dniéper.
Desde agosto las tropas ucranianas iniciaron un contraataque exitoso, que logró desalojar a las tropas rusas de diversos sectores del país, a lo que los rusos respondieron concentrándose en las regiones de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón. Rusia además declaró estas zonas como integrantes del territorio ruso, y en consecuencia las puso en igualdad de condiciones con cualquier otro territorio. El ejército ruso inició una débil respuesta desde finales de año, y para enero esa respuesta se fortaleció con la entrada en combate de la empresa mercenaria conocida como Grupo Wagner. El invierno, la presencia de mercenarios, el agotamiento de las municiones por parte de Ucrania, y la incapacidad de Kiev para renovar a tiempo parte del equipo bélico más importante, han llevado a un estancamiento en casi todo el frente oriental, y la lucha se ha centrado en unos pocos puntos como Bajmut, a la que parece esperarle la suerte de Mariúpol.
Es importante destacar que, desde el inicio de las dificultades militares para Moscú, tanto Putin como el canciller ruso, Serguéi Lavrov, han mencionado en más de una docena de ocasiones que Rusia, si considera que está frente a una amenaza existencial, podría utilizar armas especiales, ocasionando un castigo que las “generaciones actuales no conocen”, lo que es un eufemismo para hablar de armas nucleares. Esta amenaza ha disparado las alarmas occidentales, a los que se suma la tendencia de ubicar en el centro del debate y la acción política las opciones de seguridad y defensa de los Estados europeos, empezando por aquellos de Europa Oriental que formaron parte del imperio ruso/soviético o que estuvieron bajo su control.
Opciones de negociar el fin de la guerra
En el punto en que se encuentra la guerra parece casi imposible iniciar un proceso serio de negociaciones, algo en lo que tanto la ONU como Turquía han tratado de influir, o en lo que China quiere tener un papel determinante. En el ámbito intelectual, Jürgen Habermas ha abocado en los últimos días por un diálogo, pero en un esquema cuyo fundamento histórico y de realismo ha sido claramente criticado por el historiador Timothy Snyder, y al que también de alguna forma había respondido previamente el experto en filosofía política Michael Walzer, al indicar que en esta guerra había situaciones que permitían considerar que Ucrania lucha una guerra justa.
Pero más allá de las posiciones intelectuales y de líderes políticos no involucrados directamente en la guerra, la realidad es que Moscú no está dispuesta a negociar la devolución de los territorios ocupados, y Kiev no está dispuesto a perder los territorios soberanos arrebatados por aquel. Lo importante globalmente es que esta guerra ha empezado a entrar en un terreno muy diferente al de muchas de las luchas desde 1945: los equilibrios internacionales de fuerza pueden verse seriamente alterados, y ello sería un camino cierto para una confrontación mayor, que involucre a grandes potencias, y unos de los primeros escenarios sea Europa, de nuevo.
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