Alguien, en algún momento a mediados del siglo XX, convirtió el estudio de nuestra ruralidad en un problema y se concluyó que como única explicación del origen de éste problema estaba la tierra. También se empezó a argumentar que la concentración de la tierra en latifundios era resultado de la expulsión de los campesinos a la miseria urbana.
Entonces, se plantearon soluciones lógicas y rápidas. El problema se solucionaba si se repartía de manera equitativa la tierra porque estaba concentrada, como consecuencia de la expoliación violenta. Y, el camino más expedito: una reforma agraria, en especial tras la Violencia en el que la lucha por la tierra ha sido el combustible de las guerrillas. Incluso, otros más atrevidos, van más atrás y afirman que las guerras civiles del siglo XIX surgieron por la lucha por la tierra.
Esta lectura simplista, que se impuso como premisa general, evade varios aspectos. Uno, el hecho de que la producción agraria depende de la tierra, de la tecnología, del acceso al crédito y del agua. De la relación equilibrada de estos cuatro componentes depende la agricultura, y, por lo tanto, es la interrelación de estas cuatro variables el objetivo a buscar para lograr mejores resultados agrícolas.
Otro elemento que nos ayuda a comprender nuestra ruralidad es el tema de la frontera agraria y de los procesos de colonización. En síntesis, y de manera esquemática, hay dos tipos de países: los que tienen la frontera agraria abierta (como Colombia) y los que la han cerrado (como Europa) y esto muy bien los estudió Marx en El Capital, lo que nos remite a otro elemento clave para entender el problema agrario, como es la diferencia que hay entre campesino y colono, son dos actores sociales, dos ruralidades, totalmente diferentes y su confusión es una de las causas directas de la errada aplicación de políticas públicas como vemos hoy en día.
Asimismo, entre campesinos, colonos e indígenas, existen grandes diferencias, así todos sean habitantes rurales y todos ellos realicen actividades productivas.
Otro asunto que contribuye a la confusión en la lectura de la ruralidad colombiana es el de La violencia. De manera equivocada se confundió a la violencia partidista como una consecuencia de los conflictos agrarios que estallaron en la primera mitad del siglo XX. Es cierto que muchos de estos resultaron de las tensiones en las haciendas cafeteras que se establecieron en zonas de colonización, como fue el caso de Viotá, pero, y esto es importante, se trató de luchas cuyos orígenes estaban en los conflictos entre colonos y haciendas usurpadoras. De nuevo, insistimos, confundir colonos con campesinos solo nos lleva al pantano analítico.
Repartir tierra ha sido la vía que se ha seguido en algunos países de Latinoamérica para resolver el problema agrario, pero donde se ha hecho, el resultado ha sido el empobrecimiento de los campesinos, como en mexicano, por ejemplo.
Considero que la errada lectura del mundo rural se origina en la incomprensión de otros casos y encuentro que la influencia del agrarismo mexicano, de las erradas lecturas de El Capital, de los relatos que se han hecho sobre la Violencia y de las confusiones que tenemos entre colonos y campesinos o nos tienen entrampados en una confusión analítica que va más allá de simples discusiones entre intelectuales, porque hoy aparece como el eje central de las políticas públicas y la estrategia fundamental para lograr la paz. De errados diagnósticos, equivocadas estrategias.
Una advertencia: la única revolución agraria que se ha sucedido en América Latina, como es la cubana, donde hubo expropiación sin indemnización, el resultado es el más desastroso de todos. A ella no hacemos referencia.
El agrarismo mexicano
En 1915 se inició en México la reforma agraria más grande de la historia moderna de América Latina. En 70 años se repartieron las 2/3 partes de la tierra de México. Es de tal magnitud que se asemeja al despojo que siguió a la conquista en el siglo XVI. Entre 1916 y 1996 se entregaron más de 205 millones de hectáreas. Se crearon 30.000 unidades de producción, llamados ejidos y comunidades, en cumplimiento del artículo 27 de la Constitución Revolucionaria de 1917, con más de 3 millones de familias beneficiadas. Más allá de estas cifras, a un siglo de iniciarse esta distribución de tierras, los resultados no son del todo positivos.
En efecto, al cumplirse un siglo de la Revolución Mexicana, en ese país se realizó una nueva escritura de la historia de este acontecimiento y, en especial, nuevas reflexiones sobre la historia agraria fueron publicadas. Resultado de esto fue la publicación de libros donde se revisó a profundidad el tema del origen de esta reforma agraria y, en especial, el carácter de agrarista esta revolución
En primer lugar, se discute el caso del ejido revolucionario, figura central de la reforma agraria. Esta forma de propiedad rural apareció en 1915, y fue una invención, una lectura errónea de una institución implantada por España en el siglo XVI, que eran tierras que rodeaban la ciudad y de cuyos alquileres, ésta recibía rentas para su funcionamiento y que era administrado por el Cabildo, controlado por los poderes urbanos.
La reforma agraria mexicana redujo todo al ejido, como una forma de propiedad rural que, además, no existió en todo ese país, y realizó la suposición de que había existido y había funcionado y que su restauración permitía regresar a la armonía natural indígena, a un pasado rural que había funcionado en beneficio de los indígenas. Fue un proyecto de intelectuales que entendieron erradamente la historia y que creían que, al restaurar esta institución, supuestamente autóctona y original, se restauraba el calpulí prehispánico y se regresaba a la reparación de la propiedad comunitaria. Esto carecía de fundamento, pero sirvió para crear por ley el ejido. Grave error.
En el fondo había una visión darwinista de estos intelectuales, para quienes los campesinos no pueden con el presente y había que regresarlos al pasado, había que retornar al siglo XVI. Todo esto, en medio de la paradoja de que la mayoría de los pueblos no tenían un pasado de desposesión que se solucionara con la restitución del ejido. No importó, pues se impuso el ejido, que alimentó las fantasías agraristas de los asesores que impulsaban esta reforma agraria.
En el fondo, las raíces agrarias de la revolución mexicana fue un invento, una elaboración de intelectuales que leyeron de manera errada la ruralidad mexicana. El resultado fue que en 80 años se crearon 30.000 ejidos, equivalente a la mitad del territorio nacional y convirtió a México en un país de ejidos. Hoy, esto es visto como un fracaso, pues lo convirtió en un país de minifundista, causó un profundo empobrecimiento de los campesinos y volvió a México en un país importador de alimentos. Volvemos a nuestra ecuación inicial de que repartir tierras sin crédito, sin tecnología y sin asegurar el acceso al agua empobrece.
En buena parte la fuerza de la versión exitosa elaborada por el PRI de esta reforma agraria, la propaganda priista, contaminó profundamente las narrativas colombianas y, en general, en Latinoamérica, el caso mexicano es mencionado como el ejemplo a seguir.
Marx y la acumulación de capital
En El Capital, en el capítulo XXIV, titulado La Llamada Acumulación de Capital, es donde Marx nos relata la concentración de la tierra en Inglaterra y la expropiación de los pequeños productores resultante de los “cercamientos”. El autor toma la precaución de que tal proceso es específico del caso inglés y de ningún modo se puede generalizar esta vía al resto del capitalismo como proceso histórico y condición para el despegue del desarrollo capitalista.
En este capítulo, bastante extenso, Marx muestra cómo la forma de expropiación del campesinado ingles fue “a sangre y fuego”, con la aplicación de diversas formas violentas de concentración de la propiedad en un país donde la frontera agraria estaba cerrada y donde “el proceso de la acumulación originaria se halla ya, poco más o menos, terminado”.
El capítulo que sigue, el XXV, La Moderna Teoría de la Colonización, narra el caso de lo que él llama las colonias, donde hay procesos de colonización y por lo tanto la acumulación originaria del capital, es decir la creación de una población desposeída, no se ha sucedido puesto que muchos migrantes podían convertirse en propietarios ocupando tierras en la frontera agraria. De manera clara y con múltiples ejemplos, este autor argumenta que la historia agraria es muy diferente en aquellos países donde se ha cerrado la frontera agraria de los que aun permanece abierta.
Sobra señalar que el marxismo ha ejercido una fuerte influencia en las lecturas que se hace en Colombia sobre la formación del capitalismo; pero sorprende la mala lectura, la comprensión errada que se hace de este autor y en general, de su obra. Es evidente que el caso del agro colombiano se ajusta al capítulo XXV, pero nos quedamos anclados en la historia inglesa, en el que presenta la formación del capitalismo a “sangre y fuego”, para explicar que en Colombia se siguió esta vía y no la de la “nueva teoría de la acumulación”. Predominan las lecturas erradas de El Capital.
La ruralidad colombiana
A comienzos del siglo XX, entre colonos y campesinos, habitaban el campo colombiano un poco más de 4.000.000 de habitantes. Al comenzar el siglo XXI se llega a 12.000.000. En términos de cifras absolutas, cada vez hay más habitantes rurales. Igual encontramos que en los cálculos de propietarios en 1984 había 2.094.100 pequeños propietarios y en 2000, había crecido a 3.088.600. También es cierto que entre estos años la gran propiedad creció en la concentración de tierras. Sin embargo, esto lo que nos muestra es que al mismo tiempo la frontera agraria se ha expandido y cada vez se incluyen más tierras.
Queremos destacar que las cifras nos muestran que no hay una reducción en el número de los habitantes rurales, sino un aumento de estos. No estamos negando las formas violentas de concentración de la tierra que se ha presentado en la historia de Colombia y que aún perduran. Sin embargo, esto es la forma como se ha construido la ruralidad en los territorios de colonización y no necesariamente donde ha estado asentado el campesinado, cuyo origen, cabe señalar, ha estado asociado a la disolución de resguardos de manera mayoritaria. Para comprender esto invito a leer la obra de Orlando Fals Borda, Campesinos de los Andes y El Hombre y la Tierra en Boyacá.
La historia de la ruralidad colombiana ha sido, mayoritariamente, de colonos. Esto está registrado en la literatura que, en gran parte, recoge el relato de las colonizaciones, como queda claro en La Otra Raya del Tigre, La Casa de las Dos Palmas, e inclusive, la historia de Macondo es el de un pueblo de colonización en las faldas de La Sierra Nevada, sin olvidar el gran relato nacional La Vorágine. De campesinos, novelas pocas.
En síntesis, de los 114.000.000 de hectáreas de la superficie nacional, se calcula que hay 39,6 millones que son potencialmente cultivables, de la cuales hoy efectivamente son cultivadas 5.3 millones. Sin embargo, no toda la tierra tiene la misma productividad y su conversión en tierras agrícolas pasa por la aplicación de tecnologías específicas, líneas de créditos adecuadas y provisión de agua correspondiente. Si las políticas públicas se limitan solamente distribuir tierra, es crear pobreza rural, como ya ha sucedido en otras latitudes.
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