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“El ethos antioqueño ha excluido a los otros y eso ha sido caldo de cultivo para las bandas criminales”

Publicado el Tuesday, 07 November 2017, en Participación en prensa

Entrevista en la Silla Académica al profesor Carlos Patiño, director del Instituto de Estudios Urbanos, sobre su libro "Medellín, territorio, conflicto y Estado"

Profesor Carlos Alberto Patiño / Foto: Laura Junco

 

Esta semana, el gobierno presentó el proyecto de ley de acogimiento para que bandas criminales como la de Otoniel, el jefe del Clan Úsuga, se entregue a la justicia a cambio de ciertos beneficios judiciales y económicos, en lo que sería el último de varios procesos de sometimientos a la justicia de organizaciones criminales que nacieron en Antioquia.

La Silla Académica habló con Carlos Patiño, Director del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional y editor y coautor del libro "Medellín, territorio, conflicto y Estado" sobre el pasado y presente, que explica el auge de la criminalidad en esa ciudad que ha sido el epicentro de varios grupos ilegales.

 

La Silla Académica: A partir de su estudio sobre la violencia en Medellín, ciudad que ha sido epicentro de esos grupos ¿cree que es una buena idea el proyecto de ley para someter a la justicia a las bandas criminales?

Carlos Patiño: Debo decir abiertamente que no. Aunque estamos en esta ola de procesos, ese no es un proyecto de sometimiento sino de negociación y el Estado no tiene capacidad de negociar los términos porque no tiene control sobre el territorio ni capacidad de aplicar justicia. Lo que está enviando es el mensaje de que “entre más pillo sea, mejor” porque así puede obtener unas condiciones favorables por parte del Estado.

 

LSA: ¿Por qué dice que el Estado no tiene control sobre el territorio?

CP: El conflicto armado se ha vivido especialmente en las áreas rurales y el Gobierno pensaba que negociando con las Farc se iba a alcanzar la paz, pero no tiene idea de lo que pasa en las áreas urbanas en las que vive cerca del 80 por ciento de la población. Buena parte de las zonas periféricas de Bogotá, por ejemplo, escapan al control estatal.

Por dar un cifra, según un estudio realizado por Fenalco en 2013 - 2014, el 90 por ciento de las tiendas en el Valle de Aburrá, estaba siendo extorsionado por alguna banda criminal.

Y, la proporción, aproximada, en Colombia de un uniformado activo (que está prestando el servicio) por habitante es de uno por 6886 habitantes, mientras que en ciudades como España, con menos problemas que una ciudad como Medellín, puede ser de uno por cada 250 habitantes y en Francia de uno por cada 160 habitantes.

De igual forma, una estación de policía cuenta con cerca de 10 uniformados para atender una población de 50 mil personas. Este problema no sólo pasa en Medellín, sino en Tumaco o en Buenaventura, por poner el ejemplo de ciudades golpeadas recientemente por el accionar de bandas criminales. ¿Qué pueden hacer estos comandos de policía? nada, sobrevivir.

 

LSA: ¿Significa esto que si se aumenta el pie de fuerza se soluciona el problema de control territorial?

CP: No es sólo un problema de fuerza pública. En el estudio que hicimos determinamos que con el crecimiento de la población urbana, los límites de las ciudades se han extendido.

Por ejemplo, Medellín durante el último siglo ha vivido un proceso de conurbación, es decir, se ha construido sobre los límites de municipios vecinos como Sabaneta, La Estrella, Itagüí, Envigado, Bello y Copacabana en el Valle de Aburrá, e incluso, Caldas en el sur del Valle y Girardota y Barbosa, en el norte; dando lugar a una “ciudad real” más grande y con ello a una compleja interacción gubernamental y ambigüedad político-administrativa.

Aunque cada uno de esos municipios tiene autonomía política y territorial, los grupos ilegales tienen amplia experiencia en moverse entre todos ellos como si se tratara de uno sólo y a un alcalde le es imposible solucionar el problema de criminalidad solo.

 

LSA: ¿Por qué Medellín ha sido el epicentro de las bandas criminales?

CP: Medellín es el municipio más grande y fuerte económicamente de los diez que integran el Valle de Aburrá.

Adicionalmente, por su misma posición de aislamiento geográfico (dados los límites naturales de las montañas que rodean ese Valle) respecto a los demás centros urbanos grandes y de poder estatal, es la ciudad más importante para la acción criminal en el centro occidente del país.

Por su tradición en materia de comercio legal e ilegal, está atravesada, además, por al menos cinco rutas estratégicas que han utilizado las bacrim y la guerrilla, para traficar drogas ilícitas, armas, oro ilegal y otros productos ilícitos.

Y, es el centro de tres rutas geoestratégicas a nivel nacional: la que conecta con Urabá, la que conecta con el río Atrato y, la que lo hace con el Magdalena Medio.

Ésto, aunado a la falta de gobierno en una parte importante del territorio, especialmente, en áreas de poblamiento no planeado, no sólo propicia el delito sino el establecimiento de contrapoderes.

Eso se puede entender, por ejemplo, con fenómenos como la llamada “donbernabilidad” y el “pacto de fusil” (acuerdo entre bandas criminales para disminuir los homicidios) para explicar esa disputa por el control territorial entre el Estado local y los grupos ilegales.

Se ratifica entonces la frase de que: “el territorio colombiano supera la sociedad y ésta supera el Estado”.

Estar alejada del Estado central también tiene implicaciones positivas y negativas. Aunque Medellín goza de autonomía regional y muchas veces las autoridades públicas centrales expresan su confianza en que “los paisas lo hacen bien”, al mismo tiempo falta articulación con las políticas nacionales.

 

LSA: En su libro se reconoce que Medellín ha tenido una importante inversión en urbanismo social, obras de infraestructura como el metro y aumento de la cobertura de los servicios públicos (acueducto, energía y gas) a través de EPM ¿Por qué esto no se ha traducido en mayor control territorial?

CP: Si Medellín es el que se podría decir que mejor ha hecho las cosas y tiene tantos problemas, imagínese qué pasa en el resto del país.

El urbanismo social no ha sido suficiente para garantizar el control territorial porque las “ciudades reales” exigen una estructura estatal unitaria y fuerte para combatir el crimen organizado.

Y esto no lo resuelven las áreas metropolitanas pues no obliga a los alcaldes a que tengan por ejemplo programas de seguridad que estén alineados entre sí. Adicionalmente, ninguna autoridad está dispuesta a ceder su autoridad a la de un órgano de democracia indirecta.

Medellín, por ejemplo, no puede tomar decisiones de fondo, porque en la realidad (hecho urbano) es como si se pudiera decir que está dividida en 10 municipios, que no tienen una política uniforme o al menos políticas consensuadas, pese a que la realidad urbana los desborde, lo que genera fisuras que facilitan y le dan ventajas al accionar criminal.

Ya no sólo hay narcotráfico y tráfico ilegal de armas y mercancías ilícitas, sino disputas por el control de zonas para la extorsión, con lo que los tipos de prácticas ilegales, constantemente, aumentan y se sofistican, al tiempo que se mantienen los tradicionales.

En Colombia, las medidas para sacar a la gente de la pobreza siguen siendo muy asistencialistas y no están acompañadas de una industria fuerte que les brinde oportunidades más allá de los subsidios.

 

LSA: Eso nos lleva al recuento histórico que se hace en su libro de la época en que Medellín tuvo una gran masa de comerciantes que acumularon capital y lo invirtieron, posteriormente en industria, ¿por qué no sirvió en ese entonces el auge industrial que tuvo Medellín para haber prevenido la criminalidad?

CP: Porque la industria no sólo en Medellín, sino en el país, en ese entonces y ahora, es insuficiente tanto en el número de puestos que genera como en la capacidad que brindan los salarios a la gente de solucionar sus problemas socioeconómicos.

Se necesitan nuevos grupos económicos, porque quitando el sector de hidrocarburos, tenemos unos similares a los que existían en los 90’s, que además sean competitivos a nivel global e, incluso, respecto a prácticas económicas ilegales como el contrabando y el narcotráfico.

Mientras de un lado a un cocalero se le ofrezca por ejemplo un subsidio de un salario mínimo por la erradicación voluntaria de su cultivo y, por otra, se pueden ganar siete veces más ese subsidio si lo produce, no hay forma de hacerlos optar por la legalidad.

 

LSA: ¿Pero quién compite con los réditos del narcotráfico?

CP: Lo que pasa es que no sólo tiene que ver con la desproporcionalidad sino con la ausencia total de oportunidades. El narcotráfico se enquistó en la sociedad colombiana porque a falta de industrias fuertes, ese negocio se convirtió en una gran empresa.

 

LSA: En su libro se habla del declive de la industria en Medellín y el Valle de Aburrá. De un 22 por ciento en 1974 de participación en el total nacional, se pasó a un 20,5 por ciento en 1991 y luego a un 16,5 por ciento en el 2002, ¿Por qué pasó ésto?

CP: Una de las razones de ese entonces y de hoy, tiene que ver con que la mayoría de sociedades en Colombia están compuestas por miembros de familia y la visión de negocio y el manejo gerencial tienen muchas veces un corto alcance, además de que a veces quedan presas de disputas entre hermanos, nietos, etc. por poder o por la forma de repartición de los dividendos, entre otros.

 

LSA: Antes del declive industrial de Medellín, ésta ciudad tenía un sector privado fuerte, muestra de ello es la Sociedad de Mejoras Públicas que en el libro se cuenta que fue fundada a finales del siglo XIX por una élite de comerciantes y empresarios con alto sentido cívico y rechazo de la política, ¿por qué esto no ayudó al fortalecimiento del Estado y la disminución de la criminalidad?

CP: El diálogo entre el sector público y el privado siempre es importante y para esto es muy importante que las autoridades locales tengan claro qué se puede negociar y qué no. Esto ha mejorado desde que los alcaldes y gobernadores son de elección popular y, por ende, tienen mayor independencia y legitimidad, más allá de las deformidades del clientelismo. Proantioquia, en la actualidad, es un buen ejemplo de ello.

En cuanto a la Sociedad de Mejoras Públicas, el tema es que estaba liderada por una élite industrial cerrada y aunque hizo cosas importantes al punto de eclipsar frente a los ciudadanos la labor del Estado, con muchas de las obras de infraestructura que realizó, fue más evidente la satisfacción de los intereses privados como la especulación financiera que la de los intereses públicos en muchos casos.

 

LSA: ¿Cómo era esa élite industrial cerrada?

CP: La élite industrial estaba unida alrededor del ethos de la antioqueñidad, que aún se mantiene y para ilustrar mejor en qué consistía voy a tomar un cita del libro:

“El trabajo material como regenerador de las costumbres, la familia como base del orden social, la idealizada parcela campesina, la religiosidad católica e importancia de la parroquia, la frugalidad en el modo de vivir, los valores morales y la ética al servicio de propósitos útiles, el valor de la palabra, las culturas pueblerinas y campesinas convertidas en paradigmas sociales, la valoración del audaz y arriesgado en los negocios, la condición de blanco”.

 

LSA: ¿Qué consecuencias trajo esa identidad antioqueña?

CP: El ethos antioqueño ha excluido a los otros y eso ha sido caldo de cultivo para las bandas criminales.

Sectores de la sociedad como los negros, mestizos, mulatos, zambos, indios, los librepensadores y ateos, los vagos, las prostitutas, los mendigos, los que viven en unión libre, los hijos ilegítimos, así como, las zonas ocupadas por ellos, a menudo las laderas y zonas informales de la ciudad donde la planeación urbana es escasa, han sido excluidos históricamente del modelo “totalitario social” propuesto.

Esa identidad aún hoy se sigue reivindicando, y sigue estando presente en símbolos como el desfile de silleteros, la condecoración del collar de arepas, el pueblito paisa.

Se trata de un regionalismo que no sólo excluye a gente de otras partes del país sino a sus mismos habitantes y que ha impedido que la modernización venga acompañada de modernidad.

Por otro lado, en Antioquia hay una frase muy conocida: “Mijo si puede haga plata por las buenas, sino puede, haga plata”. La idea del negociante arriesgado, ha estado en la génesis de la aceptación social del contrabando y el narcotráfico.

 

LSA: ¿Qué impacto ha tenido esa “antioqueñidad” en el manejo de lo público?

CP: La consecuencia ha sido un gobierno de la ciudad para aquellos que comparten ese ethos antioqueño, es decir para una “comunidad” que comparte los mismos intereses, y no, para una “sociedad” propia de una ciudad cosmopolita en la que conviven grupos de personas con intereses diferentes y la función del Estado es transar entre ellos para que haya unos puntos de conexión que permitan que la satisfacción de unos no conlleve la anulación de otros.

En otras palabras, es la aplicación de la filosofía de Jane Jacobs, quizá la urbanista más influyente de Estados Unidos: “Las ciudades tienen la capacidad de proporcionar algo para todo el mundo, sólo porque, y cuando, son creadas por todo el mundo”.

El materia de política pública, si bien Medellín registra altos niveles de inversión social en los últimos 18 años y le está apostando a convertirse en una ciudad inteligente, esto no se puede limitar a una mercadotecnia urbana sino que tiene que servir para profundizar la democracia.

 

LSA:En el libro se habla de la continuidad entre las economías lícitas e ilícitas y se pone como ejemplo a los “sanandresitos”, ¿Cómo se articula eso con las bandas criminales?

CP: Como lo documentamos en el texto, la existencia de lugares que con anuencia del Estado, permiten el comercio de mercancías ilegales y el lavado de dinero producto de actividades ilícitas, aunado a territorios no controlados por el Estado, permite que grupos armados y estructuras ilegales amplíen sus redes a los sectores legales e institucionales de la economía.

 

LSA:Si eso es así, ¿por qué siguen existiendo los sanandresitos?

CP: Por un lado, porque hay demanda de la gente, lo que es síntoma de una cultura profunda de la ilegalidad y la existencia de límites borrosos con la legalidad no sólo en las prácticas de la gente sino del Estado. 

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