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“Vivir sabroso" para llenar "el vacío proyectual” -El estruendo silencioso de la revolución cultural ciudadana en Colombia-

Publicado el Domingo, 24 Julio 2022, en Divulgación académica, Destacados

“La guerra que dejó más de nueve millones de víctimas tiene responsables directos e indirectos que deben responder por las decisiones que tomaron, pero es también una responsabilidad de todos los colombianos que hoy estamos llamados a construir una manera diferente de vivir no solo en el mismo suelo, sino también en una historia compartida.2

Foto: Fernando Viviescas M. Arquitecto - Urbanista

 

Fernando Viviescas M1*

El pasado 19 de junio al rededor de las 5 de la tarde no se trataba solamente de la incredulidad sobre lo que estaba anunciando la televisión: ¡la fórmula Gustavo Petro-Francia Márquez había ganado las elecciones presidenciales de 2022! Lo impactante fue constatar que no se estaba sufriendo un delirio: en la pantalla del celular se veía claramente el crecimiento de la multitud en las calles del centro, del sur, del occidente de Bogotá y de todas las ciudades y regiones del país bailando, cantando, llorando, agitando banderas y gritando la alegría: celebrando la designación de un presidente como nunca había sucedido en la historia colombiana.

No era para menos: en más de 200 años de existencia republicana, por primera vez llegaba al solio de Bolívar un candidato que no estaba promovido ni apoyado ni avalado ni condicionado -al contrario, fue ferozmente atacado- por las castas económicas y políticas tradicionales que siempre han detentado el poder en la Nación. Como si esto fuera poco, también de forma inaugural, le acompaña en calidad de vicepresidenta una mujer negra, joven y de extracción netamente popular y regional y con un inmenso reconocimiento internacional como líder ambiental.

Algo totalmente imposible de concebir en Colombia hace apenas unas semanas y cuya ocurrencia explicaba el estupor que reflejaban los rostros de casi todas las presentadoras y los presentadores de los medios de comunicación quienes, en su gran mayoría, habían hecho hasta lo imposible para que la gente no fuese a votar por quien ganó. 

“Cualquiera, menos Petro” había sido la consigna permanente de los comunicadores y de todos aquellos que abierta o subrepticiamente en los sectores empresariales, sociales, políticos e incluso algunos intelectuales permanecen aferrados a lo que creen es todavía “la democracia más estable de América Latina” -por el simple hecho de que se realizan elecciones cada cuatro años- a pesar de que la misma, sólo en los últimos treinta y tres años (1985-2018) se ha sostenido sobre los asesinatos por cuestiones políticas de 450.664 mujeres y hombres -el 80% de ellos civiles desarmados- como lo acaba de sustentar la Comisión de la Verdad en su Informe Final. 

Esta es la verdadera dimensión de la transformación histórica que en términos culturales ha empezado a consumar la población colombiana con su decisión eleccionaria de junio pasado, la cual permite pensar que se puede llegar a superar el pantano ideológico e intelectual que envuelve la crisis que ha tomado el espectro político del país, ante la inopia intelectual, creativa de quienes han usufructuado a sangre y fuego el poder económico y social en Colombia durante todo su devenir.

Es cierto que con la nueva apuesta presidencial llega a su anhelado fin un infame gobierno presidido por un muchacho cuyos méritos, según allegados de su mismo partido, se forjaron haciendo diligencias entre los asientos burocráticos de Washington.

También es verdad que con ese adefesio administrativo termina uno de los experimentos de sometimiento más caóticos y sangrientos de los que las clases prevalecientes de Colombia hayan intentado el cual, iniciado en 2002, expirará el próximo 7 de agosto y quedará registrado en la historia mundial de la infamia con el número 6.402, correspondiente a la cantidad de ciudadanos inermes que, según los testimonios de muchos integrantes de las fuerzas del Estado, fueron asesinados por ellos mismos para esconder el fracaso de la política agenciada para conseguir el sometimiento de las guerrillas de las FARC. 

Todo lo anterior es real. Sin embargo, y a pesar de la enorme significación política que tienen ambas superaciones, lo fundamental, lo que con razón tiene conmocionado al establecimiento es que se rompió el mito de que en Colombia solo se elegirían a aquellos a quienes las élites auparan y que, por tanto, ni el “comunismo” ni “la izquierda” dirigirán “nunca” los destinos colombianos -aunque ninguno de los dos términos, tan socorridos por esos sectores conservadores, puedan denominar acertadamente la expresión política que ocupará la presidencia en el próximo período.

II

Y aquí empieza lo trascendental porque, a pesar de la agresiva campaña que los poderes tradicionales emprendieron contra las pretensiones ciudadanas, el acceso de un político de tendencia socialdemócrata a la primera magistratura se logra de manera completamente institucional y pacífica y, lo que es más significativo, sustentado en un discurso de reconciliación que busca superar la violencia, la barbarie como formas de hacer política y ubicarnos por fin, con un programa progresista de vanguardia, en el concierto de las naciones que apuestan a construir un proyecto de sociedad verdaderamente democrático y contemporáneo.

Una proclama del siglo XXI que, todo parece indicarlo, no es más que la condensación crítica de una reflexión crecientemente consciente que con el liderazgo de las multitudes urbanas ha hecho la ciudadanía colombiana de todas las regiones durante los últimos 30 o 40 años, hasta convertirla en un raciocinio proyectual al margen pero en contra de los procedimientos y acciones de todas las fuerzas políticas predominantes –del establecimiento y contestatarias- cuyo violento interactuar nos ha hundido en el maremágnum inviable que estamos experimentando.

Una agenda programática que además de apuntar a empezar a superar la condición de ser la segunda sociedad más desigual de América Latina -en la que nos han convertido doscientos años del régimen vigente- aboca también el tratamiento de los problemas estructurales que ha dilucidado la revolución femenina, que obligan a superar el machismo, el patriarcalismo y todas las modalidades de discriminación por género u opción sexual  y subsecuentemente las que se han prohijado por la cultura dominante con respecto al origen étnico o de procedencia regional o social de nuestro congéneres, para completarse con la asunción consciente de nuestra responsabilidad política con la especie y con el planeta introduciendo, por primera vez de manera prominente en la agenda administrativa, la lucha contra el calentamiento global.

Un proyecto de sociedad cuya complejidad ha excedido la limitada capacidad de interpretación y de comprensión de todo el establecimiento: desde la de los sectores más reaccionarios, que no han podido sino endilgarle el calificativo de “comunista” o “socialista” (versiones actuales del ridículo “castrochavismo”) pasando por la de los que, escudados en un neoliberalismo bastante rancio, lo tildan de “utópico”, “imposible de lograr”, hasta llegar a la de los ámbitos más sofisticados del intelectualismo criollo que, escondido en un clasismo pequeñoburgués, desde las alturas del éxito comercial y académico lo desprecia calificándolo de simple “populismo”. 

Esa ignorancia de las élites es la que ha quedado estupefacta ante el resultado del 19 de junio, pues nunca pudieron percibir ni su conformación ni las formas de expresión que iba tomando a medida que se consolidaba a pesar de que, como proceso, esa perspectiva programática ha venido consolidándose desde hace muchos años.

En efecto, ese multitudinario consenso -la más alta votación que jamás haya alcanzado ningún otro presidente- no apareció de la noche a la mañana. 

Al contrario: es el resultado de décadas y décadas de reflexiones, encuentros, discusiones, intercambios, controversias, investigaciones y construcciones que, generados y desarrollados en el interior de la rica y  diversa sociedad civil, de sus organizaciones,  fueron configurando una nueva cultura política en las poblaciones a lo largo y ancho del territorio nacional y hoy nos muestran una ciudadanía crecientemente consciente tanto de sus reales condiciones de vida como, y esto es lo más potente, de lo que debe ser la existencia individual y colectiva en el marco de la contemporaneidad mundial hacia el futuro.

De ahí proviene esa aura revolucionaria que ha acompañado la aparición de esa nueva sociedad civil en muchedumbre que hoy caracteriza a nuestro país, ocupando -con música, poesía, danza y pintura- las calles y bulevares, los parques, plazas de las metrópolis y las grandes arterias regionales, demostrando con su organización autónoma, su inteligente discurso, la visión estratégica del horizonte de sus reivindicaciones y su pacífico proceder (que sólo fue cruelmente violentado por la furia que desplegó el aparato gubernamental para infiltrarla y  reprimirla).

Y de allí también la imposibilidad de encasillar en cualquiera de las agendas políticas que pululan en el espectro nacional, para ofuscación de nuestro pobre establecimiento intelectual y académico.

De la misma manera en que es imposible encasillar el programa que ha aglutinado a más de once millones de mujeres y hombres actuando “con conocimiento de causa”, en ninguno de los marcos programáticos de los partidos, movimientos u organizaciones del entorno  colombiano ni,  muchísimo menos, en los imaginarios del anacrónico “caudillismo” que se inventaron algunos intelectuales y académicos para esconder su mezquindad y su estulticia.

III

No es factible clasificar esa revolución ciudadana simplemente porque no responde a ningún procedimiento convencional. Por el contrario, es el resultado más formidable de la creatividad de una población que durante noventa años ha logrado diseñar y edificar el inmenso entorno urbano colombiano a medida que ella misma se ha ido transformando: de ser un pueblo mayoritariamente aldeano anclado en el mundo rural (en los años treinta del siglo pasado) se ha convertido en un conglomerado esencialmente metropolitano articulado ya a los movimientos más progresivos de la contemporaneidad del siglo XXI.

Desarrollando una urbanización que no se ha limitado a aglomerar gente inercialmente en las grandes ciudades sino que -al paso en que fue edificando éstas- fue abriéndose paulatinamente a una comunicación cada vez más fuerte y consistente con el mundo exterior -particularmente a través del arte y la cultura-  lo cual le permite hoy, por primera vez en nuestra provinciana historia, dotar al país de un proyecto estratégico con el cual interactuar a nivel internacional en la arena política desde la cual se pretende superar la crisis contemporánea.

Consolidando al mismo tiempo una “metropolización” sui géneris pues la población -lejos de someterse al desarraigo- se ha mantenido comunicada permanentemente también en las regiones rurales del país, con los campesinos y los pueblos indígenas y ancestrales, impidiendo con ello un rompimiento afectivo y cultural definitivo con los lugares de origen de millones y millones de desplazados, quienes han jugado un papel protagónico en la consolidación de nuestro mundo urbano. 

Lo cual constituye una prueba fehaciente de la gran resiliencia que caracteriza a nuestras poblaciones más vulnerables que, contra todo, han podido resistir en el campo y en las ciudades a la terrible violencia que han ejercido los grandes intereses económicos y políticos tradicionales (dominantes y contestatarios) para despojar de sus territorios a los campesinos y a los pueblos indígenas, negros  y raizales.

Una ciudadanía contemporánea que, en el mismo proceso, ha desplegado también una gran imaginación, creatividad para redefinir el espacio público, la utilización moderna,  cosmopolita del tiempo liberado en las urbes para -dando una clara demostración de la comprensión de su responsabilidad con el futuro social,  psicológico de sus descendientes- evitar que la delincuencia y la descomposición social se apodere de sus ciudadanas y ciudadanos más jóvenes. 

Por ello, ha dotado a sus entornos habitacionales de bibliotecas, museos comunitarios, centros de formación, de estudio, de exposiciones artísticas, de auditorios, centros de intercambio de conocimientos y campos deportivos, a los cuales el Estado, permanentemente a la zaga, apenas pretende alcanzar con obras que siendo pertinentes siempre aparecen tardíamente.

Así, esa ciudadanía en permanente perfeccionamiento fue construyendo unas perspectivas de interacción cultural en las cuales la conversación, el intercambio, incluso la confrontación entre perspectivas diferentes de ver el mundo y de hacer la cosas -inevitables ante la infinidad de orígenes regionales del feroz éxodo que se generalizó en la geografía nacional- y aún en medio de una infame violencia urbana, fueron generando un proceso de síntesis discursiva que hoy puede mostrar unas muchedumbres capaces de encontrarse para acompañar, consciente y críticamente, procesos de reflexión, propuestas inteligentes, pertinentes y contemporáneas que empiezan a hacerse sentir en los espacios públicos de los grandes centros urbanos.

IV

Desde este complejo entramado de procesos culturales y políticos construido y desarrollado por la  población –y que constituye una verdadera revolución cultural de nuevo tipo- surgieron las grandes manifestaciones que desde 2016 -cuando esa novel generación ciudadana interpretó perfectamente la tragedia que significaba para la viabilidad futura de la Nación el triunfo del NO en el plebiscito de ese año- se echaron el país sobre los hombros y lo han traído hasta esta asombrosa realización del 19 de junio de 2022.

Fue esa nueva ciudadanía ya totalmente consciente de su significación e identidad nacional contemporánea  la que asumió realmente la tarea de no permitir que esta sociedad se desbarajustara completamente, ante la incapacidad de reacción de las élites (también de la insurgencia) cuando fue evidente que había fracasado su única y sempiterna opción de recurrir a la violencia porque el narcotráfico había degradado todos los actores del conflicto.

Fueron esos miles y miles de mujeres y hombres, conscientes de su pertenencia al siglo XXI y provenientes de todos los rincones del país, convocados, concentrados en las metrópolis quienes con su presencia permanente en las calles apoyaron las conversaciones que se llevaban a cabo en la capital cubana y luego presionaron eficazmente para consagrar constitucionalmente en el Congreso los Acuerdos de la Habana.

Entre 2018 y 2022, cuando el gobierno se dedicó a hacer trizas la Paz y a arrasar con la institucionalidad, confrontaron de manera decidida, inteligente y heroica -uniendo a los habitantes urbanos con los pueblos indígenas, afrodescendientes  y raizales y los movimientos feministas y de género con los de estudiantiles y de trabajadores y con los defensores del medio ambiente- a uno de los regímenes más criminales que se haya instalado en Colombia para evitar que en su desaforada represión consumara el atropello.

A partir de ahí, la pertinencia y la eficacia de la potenciación y cualificación ciudadanas que ha alcanzado nuestra población, que dimensionan también la trascendencia cultural, social y política de su desempeño, que le garantizan la legitimidad histórica de su protagonismo en las definiciones futuras, han quedado refrendadas históricamente, y por pura coincidencia, a menos de dos semanas de la realización de los comicios que inauguran su acercamiento crítico al ámbito gubernamental.

Refrendación consagrada por la inmensa labor de esclarecimiento y de fundamentación de un futuro en clave de reconciliación que han desplegado los dos ámbitos de implementación del Acuerdo de la Habana que, contra viento y marea, se han estado implementando durante los últimos años con el acompañamiento permanente de esa sociedad civil.

De un lado, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) después de un ingente trabajo de creación e investigación jurídica ha podido demostrar el carácter, el poder restaurativo que encierra la concepción de la justicia que se acordó en la Habana, para lograr salir de la sin salida en la que se encontraba nuestra sociedad y que es una referencia contemporánea para el mundo.

De una manera absolutamente sensible e inteligente -y con una gran potencia pedagógica- logró que se empezara a materializar efectivamente el derecho de las víctimas a reclamar directamente a los victimarios por el asesinato y desaparición de sus familiares -y por la destrucción de sus patrimonios, de su formas de vida-, establecer los marcos y parámetros de su restauración. 

Primero lo hizo con miembros de las fuerzas del Estado responsables de los mal llamados “Falsos positivos” y luego sentó a la cúpula de las FARC para que las víctimas les hicieran ver la dimensión de la barbarie en la que habían caído y, en consecuencia, el tamaño de la responsabilidad social y política que tienen que asumir.

Del otro lado, al 28 de junio, la Comisión de la Verdad empezó a hacer público el Informe Final de su extraordinario trabajo de investigación y de sistematización de, probablemente, el proceso más complejo, más doloroso y, al mismo tiempo y por lo mismo, el más definidor de nuestra existencia como sociedad entre el siglo XX y el XXI para que empiece a ser estudiado, analizado, criticado y finalmente asimilado por todos los hombres y mujeres que componemos esta compleja -y a veces monstruosa- realidad que se llama Colombia, que consciente y/o inconscientemente hemos construido entre todas y todos.

Es muy probable que este “Informe”, junto con el libro “La violencia en Colombia3” y todos sus derivados que narran el horror antecedente de la llamada, eufemísticamente, “violencia interpartidista” y sus casi 200.000 mujeres y hombres asesinados en la mitad del siglo pasado4 y, cómo no, junto a la más grande obra de nuestro máximo escritor “Cien años de Soledad” tendrían que ser parte esencial el “pensum” de nuestra ciudadanía para adentrarnos definitivamente en el siglo XXI.

Desde esta epifanía revolucionaria cultural y política desde donde se construye el Programa que convocó a más de once millones de mujeres y hombres el 19 de junio de 2022, que lo interpretan como la carta de navegación nacional hacia el futuro que, por fin, permitiría sacar a Colombia de este “vacío proyectual” (Gui Bonsiepe) en el que la han sumido durante más de doscientos años las violentas castas dominantes, que destruyeron incluso la “Revolución en Marcha” de López Pumarejo de 1934-1938.

Justamente es esa aura revolucionaria la que tiene desconcertado a todo el mundo y la  que ha llevado a que equivocadamente el discurrir tradicional le endilgue el Proyecto de país que empieza condensarse a “Petro y Francia” quienes, aunque sean los que con toda propiedad por su trayectoria, inteligencia y participación pueden encarnar su liderazgo, son apenas los lúcidos intérpretes y dignatarios de toda esa revolución que en concreto ha generado y consolidado en todo su esplendor creativo el conjunto de la población colombiana. 

En realidad, ellos mismos pueden considerarse el producto más genuino y concreto de la revolución cultural que hemos reseñado la cual, en sus casos específicos, habría implicado que, de un lado, la doctora Francia Márquez Mina, la vicepresidenta Electa, que nació en las profundidades de la Colombia racializada, marginada y empobrecida haya crecido de una manera integral -inteligente, sensible y solidaria- hasta convertirse en un paradigma mundial de la potencia creativa de la mujer contemporánea y en una de las lideresas internacionales del proceso que busca garantizar hacia el futuro la supervivencia del planeta y de la especie5.

En el caso del doctor Gustavo Petro Urrego, el presidente Electo, sirvió de marco referencial para que él hiciera el tránsito crítico desde su militancia en una opción insurgente armada (el M-19) hasta convertirse, siguiendo todos los procedimientos y protocolos de la institucionalidad, en uno de los más prestigiosos y respetables parlamentarios del Congreso y quien llegó a ser elegido como Alcalde mayor de la capital, Bogotá, entre 2012 y 2015.

Esencialmente, por esas razones, la ciudadanía colombiana les ha entregado el mando de la Nación para que inicien la construcción de su futuro como una sociedad civilizada: en paz, buscando la igualdad de todos sus habitantes y perfectamente conscientes de su responsabilidad en la lucha contra el calentamiento global. ¡Hasta que la dignidad se haga costumbre!

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    Realizada por: Fernando Viviescas M.

    1Arquitecto Urbanista, Master of Arts de la Universidad de Texas, Austin. Profesor Emérito y docente adscrito del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

    2Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, HAY FUTURO si hay verdad. Informe Final (Bogotá: 28 de junio de 2022) p.13

    3Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia (Bogotá: Taurus Historia, 2017.

    4“De la magnitud de la violencia partidista dan cuenta distintos cálculos sobre los homicidios  y el despojo de tierras, entre estos los del analista Paul Oquist. Según Oquist, entre 1948 y 1966, 193.017 personas resultaron muertas producto de la violencia partidista en Colombia…” Basados en la publicación “Violencia, conflicto y política en Colombia” del mismo autor. Grupo de Memoria Histórica, ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de Guerra y Dignidad (Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013), p. 115.

    5Como se sabe, la Doctora Márquez Mina recibió en 2018 el Goldman Environmental Prize, que en muchos ámbitos es considerado el Nobel del medio ambiente.

    Las opiniones contenidas en este artículo no expresan la posición institucional del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

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