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Lo que pudre las manzanas: las capas profundas de la violencia policial en medio de la protesta social

Publicado el Domingo, 30 Mayo 2021, en Divulgación académica, Destacados

El control a las actuaciones de la policía en el marco de la protesta ciudadana ha pasado a constituirse en uno de los puntos más urgentes en la agenda pública. Son innumerables las denuncias de violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes de la Policía Nacional, en especial, del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). 

 

Escrito por: 
Francy Tolosa Vallejo
Norman Daniel Blanco
Estudiantes de la Maestría en Gobierno Urbano

Estas conductas violentas reflejan una doctrina que distorsiona el sentido de protección y amparo de la ciudadanía que enmarca las funciones constitucionales de esta institución. En cambio, posa sobre los ciudadanos y ciudadanas, que se expresan a través de la protesta social en ejercicio de sus derechos, el apelativo de bandidos, vándalos o enemigos.

Entre el 28 de abril y el 21 de mayo de 2021, la ONG Temblores registró 2905 casos de violencia policial, 855 víctimas de violencia física, 43 víctimas de violencia homicida presuntamente cometidos por agentes policiales, 1264 detenciones arbitrarias en contra de manifestantes, 575 intervenciones violentas por parte de la fuerza pública, 39 víctimas de agresión en los ojos, 153 casos de disparos de armas de fuego y 21 víctimas de violencia sexual. Cabe resaltar dos cosas: primero, estas cifras alarmantes pueden seguir en aumento dependiendo del tiempo que dure la protesta y se refuerce la lógica de represión por parte del gobierno nacional; y segundo, que la violencia sexual, que se creía una dinámica del pasado propia de un conflicto armado interno, ahora parece sumarse a las herramientas de intimidación que tiene la fuerza pública en contextos urbanos. 

Este problema ha mostrado no solo ser coyuntural sino síntoma de un problema estructural. El ejecutivo y la policía argumentan que son casos aislados que no deben afectar la credibilidad de la institución con la figura recurrente e improbable de las “manzanas podridas”. Sin embargo, en el marco de las protestas ocurridas en noviembre de 2019, Dylan Cruz murió tras recibir un disparo de un integrante del ESMAD y en el 2020 el exceso de la fuerza policial llevó al asesinato de Javier Ordoñez, suceso que desencadenó una ola de protestas y violencia en Bogotá que tuvieron como resultado el asesinato de 14 jóvenes más. Estos casos se suman a las —al menos— 30 muertes civiles por acciones del ESMAD desde que fue fundado en el año 1999. ¿Qué está pasando al interior de la policía para que estos “sucesos aislados” tengan cierta consistencia en la línea del tiempo? ¿Cuántas manzanas podridas hacen falta para entender la sistematicidad del fenómeno? En todos los casos hay evidencia de un desconocimiento de la ciudadanía como sujeto de derechos, así como de la relación civil que debería primar entre esta y la fuerza pública que está a su servicio.   

Entender a la ciudadanía que protesta como enemiga, y actuar desde la desconfianza y la agresión, hace parte de un paradigma castrense de la seguridad, en el que se aplican procedimientos contrainsurgentes que responden al mantenimiento de la doctrina del orden público en perspectiva de seguridad nacional. Se trata de una doctrina más coherente con los discursos de la Escuela de las Américas y la lucha contra el comunismo, propios de la Guerra Fría, reeditados en la guerra contra la amenaza terrorista desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Colombia denominada seguridad democrática.

Ya desde la Doctrina Lleras en los años 60, el expresidente Alberto Lleras Camargo había realizado un pacto político en el que los militares y policías serían los únicos encargados en temas de seguridad y tendrían una gran autonomía en cuanto a formación, entrenamiento y procedimientos, esto a cambio de que no tuvieran ninguna intervención en política. Este distanciamiento de la fuerza pública frente al control civil, anudado a una visión del tratamiento de los conflictos desde la doctrina de seguridad nacional, desdibuja y desconoce a quien tiene una voz crítica frente a las decisiones del gobierno. 

Así, toda expresión de protesta social deja de ser objeto de protección constitucional para constituirse en sinónimo de peligro, legitimando la activación de acciones de guerra. Sin embargo, esta retórica militarista no puede operar si antes no se rebautizan los acontecimientos. La protesta pasa a ser nombrada desorden e insurrección; los ciudadanos en ejercicio de su derecho a la manifestación pasan a ser llamados vándalos o bandidos; el discurso y el pensamiento crítico se descalifican al denominarlos sembradores de odio y polarización. Para ello, los policías pasan por su filtro dogmático-interpretativo los hechos y despliegan un actuar que autorreferencialmente consideran legítimo para neutralizar la amenaza y restablecer el orden. Este ejercicio hermenéutico es amplificado por las declaraciones de funcionarios del gobierno y medios de comunicación afines a los sectores dominantes. Lo cierto es que el uso extralimitado de la fuerza, el recurso de la violencia y el horror son la resultante de una institución que apresta las condiciones y unos efectivos que materializan órdenes que son explícitas o implícitas. Todo conduce al mismo repertorio de represión y barbarie.

Por lo tanto, el planteamiento de una necesaria reforma de la doctrina policial para un escenario nuevo supone la reconfiguración de los dispositivos discursivos que le dan forma a la estructura policial, al tiempo que implica la transformación de narrativas anacrónicas y antidemocráticas. Es imperativo que la Constitución y el Estado Social y Democrático de Derecho sean el discurso que incorporen los agentes policiales, y se refunde la relación entre fuerza pública y ciudadanía. Esta reforma deberá incorporar también mecanismos eficaces de control y veeduría ciudadana que sean efectivas en el estudio y juzgamiento de las actuaciones de las autoridades policiales, con reconocimiento de responsabilidades en las cadenas de mando, y la posibilidad de ser disciplinados y sancionados por órganos eminentemente civiles.

En consecuencia, proponemos incluir en la agenda los siguientes tres puntos: primero, la adscripción del cuerpo policial al Ministerio del Interior y la eliminación del fuero militar; segundo, reestructuración del proceso de selección y entrenamiento de todo el personal, en el marco de una cultura de derechos humanos como fundamento de todas sus actuaciones; y tercero, estructurar la misionalidad institucional de la policía a partir de un paradigma de seguridad ciudadana construida sobre la base de la confianza mutua. Sobre todo, es necesario comprender y transformar las capas profundas que subyacen a la respuesta policial, tanto individual como institucional, de quienes tienen la obligación de garantizar el derecho a la protesta social. 

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    Las opiniones contenidas en este artículo no expresan la posición institucional del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

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