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La otra experiencia de la muralla

Publicado el Lunes, 22 Junio 2020, en Divulgación académica, Destacados

En Cartagena de Indias la gente aprendió a construir su propia experiencia con la muralla. Y aquí todo proyecto de ciudad incluyente debería tener claro que la gente merece las murallas… las murallas, las plazas y los sones. 

Cartagena de Indias

 

Por Javier Ortiz Cassiani

Hubo un tiempo, a mediados del siglo XIX, cuando los vientos de la modernidad liberal zarandeaban las estructuras políticas y sociales de la nación colombiana, que las murallas de Cartagena de Indias fueron vistas como antiguallas inservibles y sufribles. Los muros gloriosos, los mismos que le habían costado una fortuna a la Corona española, y sobre los que descansaba la imagen de ciudad heroica, no eran más que la triste muestra de una época que debía ser superada.

Embriagados con la idea de progreso, los viajeros que pasaban por la ciudad al ver los imponentes fuertes y baluartes -llenos de malezas y reptiles- sacaban la cuenta de lo rentable que resultaría para estos tiempos que toda esa inversión se hiciera en ferrocarriles, caminos y puertos: “Mucho menos habría costado un buen ferrocarril hasta el [río] Magdalena”, dijo en 1850 el viajero, químico y teólogo estadounidense Isaac Holton a su paso por Cartagena. Otros, celebraron que el gobierno hubiera “tenido el buen sentido” de vender la pólvora y los cañones a un empresario norteamericano, y que las cureñas que los sostenían hubieran sido cortadas en pedazos para repartirlas como leña a los pobres. “¡Ojalá –decía el geógrafo francés Eliseo Reclús en 1855- todos los pueblos del mundo tomasen una medida semejante! Cuando las naciones cesen de combatir entre sí y formen una perpetua alianza, la República granadina podrá reclamar el honor de haber sido la primera en licenciar su ejército y demoler sus fortalezas”. 

Las murallas tapizadas de matorrales, eran, además, uno de los tantos símbolos de la decadencia que vivió la ciudad durante la mayor parte del siglo XIX. “A mis pies la ciudad que ostentó con orgullo su nombre de Reina de las Indias –decía el diplomático y entomólogo francés Auguste Le Moyne en 1839– y cuya escasa animación se desvanece sin que hasta mi llegara el eco, me pareció, con la masa oscura de sus edificios deteriorados, rodeados de murallas en ruinas, un viejo león herido que espera la muerte”. 

A pesar de las heridas, el veterano león, experto en sobrevivir a tantas batallas, soportó como pudo la crisis centenaria. Una vez Cartagena empezó a recuperarse económicamente –comienzos del siglo XX– la muralla, que hacía años se había librado de los ataques enemigos, ahora soportaba la mirada ambigua de los planificadores de la ciudad. Por un lado, se asociaba el proceso de expansión urbana moderna con la necesidad de demoler la mayor cantidad de lienzos de muralla posibles, y por otro lado, Cartagena no era ajena a los discursos y prácticas, que encontraban valor monumental en las huellas materiales del pasado y su importancia para el desarrollo del turismo. La ciudad se enfrentaba a la paradoja modernizadora: necesitaba expansión, saneamiento e higienización a costa de sus muros, pero también apostaba por la defensa de los símbolos de su pasado material y explotarlos como atractivo para los visitantes. 

Así, en 1912 Eduardo G. De Piñeres, en la reedición del libro Cartagena y sus cercanías, decía que para unir el centro amurallado con los nuevos barrios modernos que se estaban creando en los extramuros, “bastaría [con] quitar los lienzos de Murallas que los separan de ella para que quedaran perfectamente unidos”; y una afanosa nota de prensa de 1916 señalaba que había que apresurarse a demoler los lienzos de la muralla interior de Cartagena, porque en los tiempos que corrían ninguna pueblo podía vivir entre muros: “necesitamos expansión, mucha expansión”, remataba el artículo. 

Pero por otro lado, en 1903, el viajero y escritor alemán Georg Wegener, había dicho que a pesar de que al ver las fortificaciones era inevitable imaginarse los viejos tiempos del sufrimiento de los prisioneros en épocas de guerra y la cantidad de esclavos negros usados para su construcción, “en la actualidad en cambio, es maravilloso pasar por allí en el fresco atardecer, cuando los niños juegan en derredor de los viejos cañones y las doncellas en sus vestidos de colores charlan sentadas en los parapetos”; y en 1913 un artículo de prensa decía que Cartagena tenía “por delante fuera de su porvenir comercial, la perspectiva de ser uno de los lugares preferidos por el turismo en boga hoy en día y por lo mismo que Cartagena es todavía exactamente lo que fue, ha de ser sencillo y de poco costo atraer ese turismo”. 

La fórmula sería construir una imagen y un proyecto de ciudad en el que la modernidad no riñera con el pasado, sino que se complementaran. Una modernidad que no dejaba de mirar al espejo retrovisor, que estableció una negociación entre el progreso y la nostalgia en la que lo viejo, representado en las antiguas murallas, ayudaba a fortalecer las aspiraciones de progreso. En 1916 un periódico local celebraba la instalación de una feria comercial en Cartagena, diciendo que “al lado de las viejas murallas legendarias que duermen, están las fábricas cantando el himno estridente del trabajo”. Quizá la imagen más representativa de esa época sea la de una locomotora del Ferrocarril Cartagena-Calamar, pasando rauda y resoplante frente a la Torre del reloj.     

Cuando la guerra no es la prioridad en el trazado urbano de una ciudad, lo más lógico es que se funden otras memorias. Con el tiempo los habitantes de Cartagena tuvieron que buscarle otros usos, otras maneras de percibirlas, y para ello, tuvieron que agudizar los sentidos. Aprendieron a distinguir señas, sensibilidades, posibilidades que nunca habían visto. Un día cualquiera alguien se detuvo frente a un baluarte y no pensó en su majestuosidad militar sino en la forma de la sombra que se proyectaba sobre el suelo a determinada hora del día, y entonces lo incorporó a la cartografía de sus sentidos. Había pasado el tiempo suficiente y las guerras eran cosa del pasado remoto, de modo que los habitantes empezaron a fijarse en los detalles. A darse cuenta, por ejemplo, que justo al medio día, cuando la ciudad es una caldera insufrible, las troneras del baluarte de la Merced son el mejor lugar para descansar, para refugiarse del sol, para que los amantes retocen frente al mar. Por las tardes, cuando el sol empieza a ocultarse, en una combinación de infinita ternura y bajo presupuesto, las parejas se encaraman en las murallas. La memoria de piedra se doblega y se deja acariciar por la ternura y la pasión. Los cañones curtidos por la página del tiempo y acariciados por el salitre se vuelven cómplices. Otros calores distintos a los de la pólvora se apoderan de ellos. Cuerpos, piedra, metal, carne. La noche insinúa su presencia, comienza la reparación de la memoria, y los descendientes de aquellos artesanos negros y mulatos que construyeron la ciudad, reclaman su derecho a disfrutarla a erotizarla.

En Cartagena de Indias la gente aprendió a construir su propia experiencia con la muralla. Y aquí todo proyecto de ciudad incluyente debería tener claro que la gente merece las murallas… las murallas, las plazas y los sones. 

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    Las opiniones contenidas en este artículo no expresan necesariamente la posición del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

    • Etiquetas: Cartagena, Ciudad, Historia Urbana, Murallas, trazo urbano
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