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La ciudad y la nueva sociedad

Publicado el Sábado, 25 Junio 2022, en Divulgación académica, Destacados

El ser humano se puede definir como una máquina de obtener energía libre (utilizable). Inteligente, social como las hormigas, hábil, decidido. Tras decenas de miles de años buscando energía libre por todos los rincones del planeta, la encontró almacenada casi a flor de tierra. 

Foto: Naciones Unidas

 

Antonio Ruiz de Elvira*

Su primera búsqueda fue la de los chacales y hienas africanas: Recorrer la sabana buscando carroña. No tenía colmillos ni garras, y no podía competir con los predadores de su tamaño. La cantidad de energía que podía capturar era pequeña y sometida a los caprichos del clima. Niños paridos en años de abundancia morían pequeños en los siguientes años de sequía. Su vida era dura, y su población muy limitada.

Con el cambio climático de la deglaciación de hace unos 8.000 años, los valles fluviales del Nilo, Mesopotamia, Indo y Ganges, y los ríos chinos, así como los valles de México y los andinos se llenaron de agua y el cultivo de las semillas de las herbáceas (cebada, trigo, maíz…), y de los tubérculos,  se hizo posible de una manera estacional regular. El ser humano descubrió que podía capturar la energía solar en cantidades apreciables y de una forma estable. Pero las semillas (o tubérculos) recogidas a mediados del verano del hemisferio norte (o del austral) tenían que almacenarse y guardarse frente a los predadores humanos. Surgieron los primeros silos en ciudades amuralladas, y la primera especialización entre cultivadores y guardianes o soldados. 

Con alimentación (energía) asegurada frente a las fluctuaciones del tiempo atmosférico (sequías e inundaciones, sobre todo) las poblaciones aumentaron de manera espectacular. Globalmente, en unos ocho mil años la población pasó de unos dos millones a alrededor de mil millones de personas, cuando en cien mil años esa población se había mantenido en esos dos millones. La idea de ciudad amurallada se mantuvo a lo largo de esos ocho mil años, y de hecho, sigue manteniéndose hasta hoy, cuando las carreteras de circunvalación reemplazan con éxito a base de asfalto aquellas murallas de ladrillo o piedra.

Hoy estamos dentro de otro cambio climático de magnitud similar al que ocurrió hace ocho mil años. En aquel momento se crearon las ciudades. Hoy no necesitamos las ciudades como han venido existiendo hasta ahora. La energía se distribuye constantemente a cada persona, sin demasiada necesidad de almacenarla a lo largo de meses, sino, como mucho durante unas horas por las noches o durante algunos días. 

Además de contener almacenes de energía (alimentos) y murallas para protegerlos, las ciudades constituyeron las figuras de los jefes (reyes o emperadores) y de los funcionarios necesarios para conseguir la recolección de la energía (alimentos) y su mantenimiento en los almacenes en épocas de necesidad o carestía. Puesto que los cultivadores son siempre más que los soldados necesarios para mantener cierto orden y defender esos almacenes, había que encontrar una forma eficaz, y barata en personal, para que los cultivadores cumpliesen con las reglas del almacenamiento y reparto: se inventó el mandato de entes irresponsables ajenos a la ciudad (y de hecho, al mundo) a los que no se podía discutir sus mandatos, y de los que reyes y funcionarios eran los representantes en la ciudad. 

Ambas necesidades exigían a los cultivadores vivir concentrados en las ciudades, vigilados por el ser central y sus funcionarios. Así, se estableció que los cultivadores tenían que salir diariamente al campo, y volver diariamente a la ciudad. Aunque ya no es necesario, seguimos con ese esquema social, aunque para muchas personas el sentido es el inverso: Desplazarse a la ciudad para trabajar bajo un jefe y  dispersarse para descansar. 

En el siglo XIX se empezó a conseguir energía liberando la solar almacenada en el carbón, en el petróleo y en el gas natural a lo largo de millones de años. Se conseguía esto en puntos muy concretos y limitados del planeta, transportándola después a los usuarios. La ciudad como almacén vigilado de energía había y ha dejado de tener significado. 

Después de dos siglos de este proceso, la ciudad tiene otro cometido. La energía está disponible siempre y en cualquier lugar. Lo necesario ahora es repartirla, y para eso se precisan miles de empresas que la conviertan en productos apetecibles y, para esto, se precisa una enorme máquina de servicios. 

La ciudad debe dejar de ser un recinto cerrado, controlado por una persona con la ayuda de órdenes superiores de uno o varios entes sin responsabilidad, que deben obedecer ciegamente. Equivalentemente, ya no es necesario que las empresas o las centrales de servicios estén todas localizadas en un único núcleo central. 

Las ciudades tienen otra función. Son centros de conexión social, siendo esta conexión cultural y deportiva. En una comunidad pequeña las conexiones sociales son muy pocas. En una muy grande, lo mismo. En ciudades de tamaño medio multiconectadas la socialización es fácil y diversa, satisfaciendo una necesidad humana. 

Propongo un esquema de ciudades abiertas multiconectadas en un esquema de red tipo Internet, de todos los nodos con todos. Estos conjuntos deben rechazar de plano la jerarquización, es decir, que alguna de ellas sea más importante que las otras, y sobre todo, que para desplazarse desde una de ella a cualquiera de las otras haya que pasar por algún núcleo central.   Las ciudades podrían tener entre 250.000 y 500.000 habitantes, y dentro de cada conjunto de ellas no deberían estar a más de una hora unas de otras utilizando una conexión de tipo continuo, como son las cintas transportadoras de multivelocidad. 

Entre los diversos conjuntos de ciudades abiertas de tamaño medio y otros similares alejados de ellos se deben  transportar las mercancías mediante tubos (superficiales o enterrados) en los que se ha hecho el vacío dentro, por los que puedan circular contenedores sobre plataformas casi sin rozamiento moviéndose a velocidades del orden de los 400 km/h. Estos contenedores pueden también transportar vehículos particulares a distancias superiores a los 100 km. 

¿Es esto una utopía? Puede ser, pero sin utopías la sociedad evoluciona de manera desastrosa. ¿Cuál es la situación actual? Las posibilidades de supervivencia y de mejora de la calidad de vida son hoy bajas o muy bajas lejos de las ciudades. Lejos de ellas el colchón social es muy pequeño, en las ciudades se puede “rebañar” más, aunque sea en los cubos de basura.

A la hora de intentar cambiar algo del diseño de las ciudades entramos de lleno en los conflictos humanos. Las personas que pueden hacer algo tienen intereses diversos: Su propio progreso y acumulación de riquezas, los problemas urgentes de cada día, las demandas de sus seguidores, el rechazo de sus opositores. Parece que no queda tiempo para la mejora de las condiciones de vida de las personas. 

Pero el tiempo es algo elástico. Siempre queda media hora para pensar, aunque sea mientras se realiza un viaje, se mueve uno en coche, se lava los dientes, …  Lo primero que hay que hacer es convencerse de que las ciudades jerárquicas amuralladas son algo cuya utilidad ha pasado y son una rémora para el progreso, aunque fueron lo que propició este hace miles de años, cuando la única energía disponible para el ser humano era la de las semillas que la habían capturado del sol con rendimientos muy bajos. Si conseguimos cambiar de forma de pensar tenemos el juego medio ganado. Han sido siempre los pequeños cambios en la visión del mundo los que han abierto puertas al progreso. Un pequeño cambio mental, pensar que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol, y no a la inversa, abrió el camino que llevó a la ciencia y nos ha traído hasta aquí, con las inmensas ventajas e inconvenientes de que disfrutamos y sufrimos. 

Una vez hemos asumido eso podemos rechazar cualquier proyecto urbanístico que implique barrios periféricos alrededor de un núcleo central. Para eliminar este pensamiento basta con empezar a construir enlaces viarios o ferroviarios, o mediante cintas transportadoras, que conecten los barrios periféricos ya existentes, entre sí, sin pasar por un núcleo central. Al hacer esto, la jerarquización urbana comienza a deshacerse, y se mejoran los tiempos de transporte, el coste energético y, claro, económico de los desplazamientos, y la calidad de vida, reduciendo para los ciudadanos el tiempo perdido en sus viajes. 

Este primer paso no implica grandes gastos, pero sí exige un cambio de la Visión del Mundo

Una vez realizado ese cambio, cada vez que haya que proponer o proyectar nuevos conjuntos urbanos lo haremos diseñando primeramente las conexiones, y sobre estas, el conjunto urbano. Siento no conocer en persona las ciudades colombianas, pero si elijo Madrid como (mal) ejemplo, los habitantes de uno de los conjuntos urbanos de Madrid, por ejemplo, Alcalá de Henares, tienen muy poco contacto con los habitantes de otro conjunto, por ejemplo Móstoles. No hay conexión directa entre ambos conjuntos, y los habitantes de Alcalá camino de Móstoles tienen que cruzar Madrid, donde se quedan sin llegar a Móstoles, para volver a Alcalá. La ciudad jerárquica, nuclear, limita las posibilidades de trabajo y ocio de las ciudades periféricas cuyos habitantes se tienen que desplazar constantemente hacia y desde el centro de esa ciudad jerarquizada. 

Adicionalmente, tenemos los problemas de la energía. La energía del carbón y los hidrocarburos, el carbono fósil, tiene una densidad muy elevada. Aunque podemos obtener más energía capturándola directamente del sol, esta energía está repartida en el tiempo y en el espacio, mientras que la otra se concentra en tiempos muy breves y puntos muy reducidos. Por poner un ejemplo gráfico, los herbívoros están alimentándose el día entero, mientras que los carnívoros lo hacen de vez en cuando. La energía concentrada ha tenido siempre mucho encanto para los seres humanos. Puesto que se va a ir agotando, necesitamos diseñar sistemas que reduzcan al máximo la disipación inútil de la energía distribuida de que vamos a disponer. Algunas de estas disipaciones de energía se producen en los accesos diarios a las ciudades jerarquizadas, en los grandes atascos de entrada y salida de las mismas, en el traslado constante de alimentos y otros bienes materiales a ellas, en edificios altos que impiden proveerlos de energía solar directa, forzando la transmisión con pérdidas de la misma desde zonas alejadas. 

Con las ciudades distribuidas sugeridas en este artículo estos problemas se reducen de manera sustancial. El transporte diario deja de ser necesario, y en lo poco que lo sea se puede realizar con un gasto muy reducido de energía. En ciudades distribuidas con edificios de alturas limitadas, estos pueden generar la energía que necesitan (que debe ser poca pues deben estar bien aislados térmicamente) en sus propias envolventes.

Es evidente que las formas de vida deben cambiar. Pero cambiaron también cuando se puso en marcha el uso del carbono fósil. ¿El cambio será a mejor o a peor? Pienso que será a mejor, si lo gestionamos bien, pero en todo caso es un cambio inevitable. Si nos preparamos podemos dejar de lado los peores errores de la revolución industrial (que de hecho, fue la segunda revolución energética): las emigraciones masivas y el alojamiento de las personas en viviendas semejantes a cuevas y en barrios insalubres, la creación de macro-urbes sin servicios, por ejemplo. 

La preparación no exige un cambio brutal e inmediato, pero sí la enseñanza de jóvenes urbanistas y arquitectos en la dirección de una nueva idea de ciudad, la planificación en un esquema gradual, la preparación de protocolos frente a inseguridades e incertidumbres, la comunicación a la ciudadanía, y la puesta en marcha de los primeros ejemplos. 

Es posible que esta vez estemos preparados para la tercera revolución energética. 

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    Realizada por: Antonio Ruiz de Elvira. Universidad de Alcalá

    Las opiniones contenidas en este artículo no expresan la posición institucional del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

    • Etiquetas: Ciudad, Nueva Sociedad
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